Introducción
El prácticamente
desconocido conjunto medieval de Sibirana, formado por un castillo
defensivo, una pequeña ermita dedicada a Santa Quiteria,
y los restos de lo que debió ser un minúsculo hábitat
medieval nacido al amparo de la fortaleza, se encuentra al norte
de la provincia de Zaragoza, concretamente en la histórica
comarca aragonesa de las Cinco Villas.
Adscrito
al término municipal de la monumental villa de Uncastillo,
para acceder a Sibirana es preciso tomar la carretera que, atravesando
la citada localidad, comunica Sádaba con Luesia. Pocos
cientos de metros de llegar a ésta última población,
parte en dirección norte un bacheado pero asfaltado ramal
hacia la izquierda que, remontando al río Arba de Luesia,
conduce convertido ya en camino carretero hacia los restos del
llamado Corral del Calvo y desemboca en el adyacente Valle de
Onsella.
Poco antes
de que el maltrecho asfalto desaparezca definitivamente, a la
altura del espectacular enclave natural conocido como Pozo Pigalo,
parte hacia la izquierda una nueva bifurcación acotada
al paso de vehículos por una cadena que, en breve trecho,
nos conducirá a los restos de Sibirana, presididos por
la espectacular silueta de su castillo.
Condideraciones
históricas
Los orígenes
de este despoblado medieval son del todo inciertos, existiendo
quien incluso lo identifica con el remoto topónimo Castrum
Silbanianus, plaza muy disputada a finales del siglo IX por la
poderosa familia muladí Banu Qasi y la corona Navarra hasta
que, en la segunda década de la décima centuria,
concretamente en el año 921, pasaría definitivamente
a poder de Sancho Garcés I de Navarra.
Sin embargo,
para encontrar las primeras referencias documentales contrastadas
que citen a Sibirana como tal, hay que esperar a los años
1063 y 1086, fechas en las que aparece mencionado en sendos documentos
relacionados con la reina Felicia de Roucy, segunda esposa del
monarca aragonés Sancho Ramírez.
A principios
del siglo XII, concretamente en el contexto de la carta puebla
que Alfonso I el Batallador extiende a la villa de Luesia, volvemos
a encontrar una mención a las tierras de Sibirana, las
cuales, durante la segunda mitad del propio siglo XII, constan
bajo la tenencia del noble Pedro López de Luna.
Cabe suponer
que Sibirana nacería como una fortaleza defensiva para
el control estratégico de las vías que comunicaban
los importantes centros de Uncastillo, Luesia, Sos y el Valle
de Onsella. Probablemente a partir de la mencionada carta puebla
promulgada por el rey Batallador a principios del siglo XII, se
desarrollaría al amparo del castillo un pequeño
hábitat rural conformado principalmente por las familias
de las guarniciones y los campesinos que trabajaban las tierras
de labor adyacentes.
A partir del
siglo XIII, se pierde cualquier pista sobre el destino vital de
Sibirana, siendo más que probable que, en un momento indeterminado
de la Baja Edad Media, el pequeño caserío quedase
deshabitado, pasando a ser su fortaleza una torre más dentro
del importante cinturón fortificado que caracteriza la
comarca de las Cinco Villas, donde extraña es la localidad
que, entre su patrimonio monumental, no se incluye un castillo
medieval.
El
Conjunto de Sibirana
Cuando
uno se aproxima a Sibirana, generalmente desde Luesia, resultan
impactantes las siluetas de las dos torres de su castillo defensivo,
levantadas vertiginosamente sobre un espolón rocoso literalmente
inaccesible. En torno a él y acomodados sobre la ladera
contigua, se aprecian las desvencijadas ruinas de las viviendas
del antiguo despoblado medieval, una de las cuales, ha sido cuidadosamente
rehabilitada en fecha reciente probablemente como refugio o lugar
de reunión de cazadores.
En
la parte más elevada del núcleo, se yerguen las
maltrechas ruinas románicas de la hoy conocida como ermita
de Santa Quiteria que, con toda probabilidad, funcionó
en tiempos de mayor prosperidad como centro de culto para los
habitantes de Sibirana.
El
castillo
El castillo
propiamente dicho se asienta en vertiginoso equilibrio sobre un
irregular espolón pétreo, constando de dos airosas
torres ligeramente rectangulares acomodadas a ambos extremos de
la prominencia rocosa, quedando entre ellas un pequeño
espacio medianamente regular que permitía la comunicación
entre ambas y donde se aprecian aún vestigios de lienzos
murales.
La construcción,
pese a su austeridad, es todo un prodigio de ingeniería
militar ya que la pequeña e irregular superficie pétrea
de su suelo, apenas permitía una sólida cimentación.
Además, su escarpado emplazamiento convertía el
castillo de Sibirana en una fortaleza prácticamente inexpugnable
ya que su acceso era solamente posible mediante escaleras provisionales
de madera que se adaptaban al vertical farallón rocoso,
siendo aún apreciables los mechinales horadados sobre la
roca viva para tal fin.
Ambas torres,
de similar fisionomía a otras conservadas en localidades
del entorno como Luesia, Uncastillo o Sos del Rey Católico,
constaban de un sótano y tres pisos, el último de
ellos hoy bastante desmochado en las dos torres. El acceso a ambas
se realizaba por sus costados interiores enfrentados, siendo necesaria
igualmente la utilización de una escalera provisional de
madera al abrirse los vanos a considerable altura respecto al
nivel del suelo.
En los lienzos,
levantados mediante buenos bloques de sillería, se conservan
aún varios vanos de cadalso así como numerosas saeteras
estratégicamente orientadas hacia el camino que lo bordea
y para cuya defensa, sin lugar a dudas, fue planteada tan singular
fortificación.
El castillo
de Sibirana, hoy de propiedad privada, es pese a la espectacularidad
de su emplazamiento, una de las fortalezas medievales más
desconocidas de Aragón.
La
ermita de Santa Quiteria
La pequeña
y desafortunadamente ruinosa ermita de Santa Quiteria se asienta
en el punto más elevada de la ladera sobre la que se acomodaba
el asentamiento humano medieval de Sibirana, surgido en el siglo
XII al amparo al castillo.
De enorme
humildad, consta de una corta nave rectangular rematada en un
austero ábside semicircular en el que abre un sencillo
vano de medio punto liso. La nobleza de la sillería con
que fue levantado ha permitido que, dentro de la ruina general,
sea la zona de la cabecera la mejor conservada del conjunto, aunque
en la actualizad una profunda grieta recorre verticalmente el
muro amenazando seriamente su estabilidad.
En el muro
sur, sin duda el más castigado por los derrumbes, abre
la portada principal, ligeramente adelantada respecto al hastial
y volteada por una arquivolta que descansa sobre columnas rematadas
con sencillos capiteles vegetales. En el tímpano, y semioculto
por una gruesa capa de cal, se adivina la silueta de un crismón
trinitario, tan recurrente en tierras navarras y sobre todo aragonesas.
En una de
las jambas de la portada ha pervivido una enigmática inscripción
hoy prácticamente ilegible pero que bien podría
tratarse de la lápida fundacional del templo, pudiendo
encuadrarse cronológicamente, según algunos estudiosos,
entre los años 1112 y 1146.
Al interior,
reina la más absoluta ruina y desolación: vigas
carcomidas, mobiliario litúrgico obsoleto, los restos de
una mesa de altar e incluso una sobria pila bautismal, conviven
con la maleza y con distintos residuos allí abandonados
por visitantes desalmados.
Pese a la
destrucción, se aprecia como en origen la ermita quedaba
techada en madera tanto en la nave como en la cabecera, circunstancia
excepcional ya que, normalmente, los espacios presbiteriales solían
cubrirse con bóveda pétrea aun en edificios de extrema
humildad. También al interior y como único recurso
decorativo, se conserva una cenefa ajedrezada recorriendo horizontalmente
en todo su perímetro el muro absidal.
En resumen,
la ermita de Santa Quiteria se trata de un interesante edificio
que, tanto por su valor en si mismo, como por el inigualable binomio
monumental que forma con el espectacular castillo adyacente, merecería
mucha mejor fortuna, siendo deseable una rápida restauración
o, al menos, una consolidación antes de que sea demasiado
tarde.
El
despoblado
En torno al
castillo y la iglesia son aún perceptibles los restos de
un despoblado medieval que surgiría al amparo del bastión
defensivo. Pese a su irremediable ruina, son aun apreciables dos
barrios principales, uno bajo el castillo y al pié del
camino que unía el Valle del Arba de Luesia con el de Onsella,
y otro prácticamente perdido que se acomodaba a la ladera
coronada por la ermita de Santa Quiteria.
De todo ello
se conservan restos de cimentación y, en el mejor de los
casos, varios paredones desportillados invadidos por la inapelable
maleza. Tan sólo se ha salvado de la ruina un potente edificio
a media ladera que ha sido recientemente acondicionado como refugio
y lugar de reunión para cazadores que practican su afición
en el amplio coto en que se emplaza Sibirana.
Alrededores
Uncastillo,
Luesia, Biota, Biel, Sádaba, Ejea de los Caballeros y Sos
del Rey Católico son algunas de las localidades cercanas
a Sibirana, todas ellas ejemplos sobresalientes del esplendor
medieval que gozó la comarca aragonesa de las Cinco Villas
Nosotros sin
embargo nos detendremos en el Corral del Calvo ya que además
de proximidad geográfica, comparte con el conjunto de Sibirana
su condición de lugar aislado y desconocido para el gran
público, aunque justo es decir que, en este caso y a diferencia
de aquel, si parece haberse dado un paso importante en pos de
su conservación al haber sido protegido el conjunto por
un cuestionable pero efectivo voladizo que lo resguarda de las
condiciones climatológicas adversas, tan comunes por estas
tierras.
Las ruinas
del Corral del Calvo son los restos de una antigua fundación
monástica mandada erigir hacia 1030 por el rey Sancho III
de Navarra. Para llegar a él, es preciso seguir las mismas
indicaciones que para Sibirana hasta que, en las proximidades
del Pozo Pigalo, debe continuarse recto en lugar de tomar la bifurcación
a la izquierda que nos conduciría al mencionado despoblado
medieval.
De los restos
del Corral del Calvo destaca, además de irregulares vestigios
murales que vendrían a ser dependencias monacales, las
ruinas de una pequeña iglesia de una nave rematada en ábside
de testero recto de claro gusto prerrománico. Junto a la
puerta de acceso, de gran sencillez, ha pervivido una cenefa ornamental
de considerable arcaísmo.
(Autor
del texto del artículo/colaborador de ARTEGUIAS:
José Manuel Tomé)