Introducción
Se da el nombre
de Guerra de los Cien Años al largo conflicto que
sostuvieron los reyes de Francia e Inglaterra entre 1337 y 1453.
En realidad fue una extensa serie de choques militares y diplomáticos,
caracterizada por breves campañas bélicas y largas
treguas. No fue, por tanto, un estado de guerra permanente, aunque
las prolongadas y frecuentes treguas se veían continuamente
salpicadas de escaramuzas al estilo de la guerra de guerrillas,
y las maniobras diplomáticas más tradicionales estaban
al orden del día. Se inició en medio de condiciones
feudales y por causa de un litigio típicamente feudal;
y terminó en guerra entre dos países que se estaban
convirtiendo rápidamente en naciones bajo la administración
centralizada de sus respectivas monarquías.
El
origen de la Guerra de los Cien Años
Sin
embargo, las raíces de la Guerra de los Cien Años
se remontan a la conquista del trono inglés por Guillermo
el Conquistador en 1066. Como duque de Normandía, Guillermo
-y, posteriormente, sus herederos- participaba tan activamente
en la política feudal de Francia como en el gobierno de
Inglaterra. Tanto económica como culturalmente, Inglaterra
se había convertido en colonia de Normandía, y los
intereses de los nuevos reyes "ingleses" seguían
firmemente asentados en Francia.
Esta situación
se acentuó a partir de 1154, al acceder al trono de Inglaterra
Enrique de Anjou, fundador de la dinastía angevina o Plantagenet.
En su condición de conde de Anjou, duque de Normandía
y de Aquitania, y ahora, como Enrique II de Inglaterra, este monarca
tenía un pie firmemente plantado a cada lado del Canal.
Según los principios feudales, Enrique y, después
de él, sus hijos Ricardo y Juan, eran vasallos de la monarquía
francesa, que era el poder central; pero el enorme poderío
derivado del dominio de las riquezas y de los recursos humanos
de Inglaterra, hizo de los primeros Plantagenet todo menos vasallos
sumisos del rey de Francia.
Crecimiento
del poderío francés
Los primeros
años de este "imperio angevino" coincidieron
con un crecimiento sin precedentes del poder y el prestigio de
los monarcas franceses. En 1202, el rey Felipe Augusto de Francia
convocó al rey Juan de Inglaterra a su corte de París,
en relación con el pretendido incumplimiento por parte
de este último de sus obligaciones como señor feudal
de Aquitania.
En base al
principio de que las tierras de Francia eran poseídas por
sus señores sólo en su condición de vasallos
del rey de Francia, Felipe Augusto desposeyó a Juan de
todas sus posesiones francesas. Naturalmente, la medida fue seguida
de una serie de guerras. Hasta la firma del Tratado de París,
de 1259, no pudo llegarse a una solución aceptable. El
rey de Inglaterra pudo reasumir sus derechos en Aquitania, pero
con la condición expresa de que lo hacía como vasallo
del monarca francés.
En 1294 se
inició un nuevo período de actividades militares
esporádicas, interrumpidas por largas y complejas negociaciones
diplomáticas, que culminaron con la desposesión
parcial de Aquitania. Los franceses se negaban a limitar la soberanía
de su rey sobre dicha región para dar satisfacción
a los ingleses. Estos, por su parte, sostenían los derechos
de su rey a la plena soberanía. La siguiente fase de este
conflicto se inició en 1337, cuando Felipe VI de Francia
decretó una vez más la desposesión del ducado
de Eduardo III de Inglaterra y organizó una campaña
militar para apoderarse de las tierras por la fuerza. Esta es
la fecha que se toma como inicio de la guerra de los Cien Años.
La magnitud del conflicto pronto se incrementó cuando Eduardo
se proclamó rey legítimo de Francia, en 1340, e
invitó a los nobles franceses a reconocer su derecho. De
este modo, la disputa sobre Aquitania se convirtió en una
guerra por la sucesión de Francia.
Este conflicto
entre dos monarcas por la posesión de un reino se complicó
aún más por el resentimiento que los nobles franceses
venían manifestando desde hacía largo tiempo por
la intromisión del gobierno central en su esfera de poder.
Y Eduardo era lo suficientemente astuto para capitalizar ese resentimiento.
Les hizo ver que sus esfuerzos eran la lucha de un señor
francés que, al mismo tiempo, resultaba ser rey de Inglaterra,
frente a la política expansiva de una serie de reyes cada
vez más poderosos. Y, efectivamente, logró el reconocimiento
de sus derechos en algunos círculos. Por tanto, a partir
de 1340, existieron dos reyes de Francia.
La
Batalla de Crécy
Las famosas
batallas de Crécy (1346) y de Poitiers (1356) se produjeron
de modo casi fortuito. Crécy rindió escasos frutos
a Eduardo, excepto, indirectamente, el puerto de Calais y sus
alrededores. Poitiers culminó con la captura del rey Juan
II de Francia, aunque, curiosamente, este acontecimiento tuvo
escasas consecuencias prácticas. Sin embargo, el efecto
de estas dos victorias sobre el prestigio de Eduardo fue tal,
que en 1359 se encontraba en una posición extremadamente
fuerte.

En 1359, Eduardo
había conseguido el apoyo de varias facciones en los ducados
de Flandes, Normandía y Bretaña, y estaba negociando
la adhesión del duque de Borgoña. Además,
seguía teniendo al rey de Francia como prisionero. En ese
momento Eduardo propuso una tregua, bajo cuyos términos
le sería cedida toda la mitad occidental de Francia, además
de un cuantioso rescate por el rey Juan. Cuando los franceses,
en un derroche de valor, rechazaron tales términos, Eduardo
reunió un poderoso ejército y montó una campaña
que, según esperaba, iba a resultar decisiva.
Esta ofensiva
inglesa fracasó estrepitosamente. Como consecuencia de
ello, se firmaron los tratados de Brétigny y Calais (1360),
que fueron los primeros acuerdos destinados a poner fin a la guerra.
Según estos tratados, Francia reconocía la plena
soberanía de Eduardo sobre una Aquitania bastante más
extensa que antes. A cambio, Eduardo renunciaba a todo derecho
a la corona de Francia. Este fue el primero de dos puntos culminantes
del conflicto.
Poco después,
los protagonistas del drama volvieron a las andadas. Eduardo retiró
su renuncia a los derechos sobre la corona francesa, y el rey
de Francia, en represalia, se negó a declinar su soberanía
sobre Aquitania. En consecuencia, la guerra se reanudó.
Hacia 1375, Carlos V de Francia había conseguido hacer
retroceder a las fuerzas de Eduardo casi hasta el Canal. Todo
lo que este rey había conseguido conservar era Calais,
una franja costera que incluía Burdeos y Bayona, y unas
pocas fortalezas sitiadas en Bretaña y Normandía.
A principios
del siglo XV, los ingleses tuvieron una nueva oportunidad de apoderarse
de gran parte de Francia, por no decir de todo el país.
La ocasión fue el estallido de una guerra civil o, más
concretamente, un conflicto armado entre los duques de Borgoña
y de Orleans. Carlos VI, que había accedido al trono de
Francia en 1380 a la edad de once años era un enfermo crónico
incapaz de gobernar efectivamente. En el vacío de autoridad
así creado sus ducales tíos rivalizaban por el poder
personal y por adquirir una influencia dominante sobre la administración
central.
Fieles al
espíritu de la política feudal francesa, ni el duque
de Borgoña ni el de Orleans tuvieron escrúpulo alguno
en buscar la ayuda inglesa. Después de haberse asegurado
la neutralidad benevolente del primero, Enrique V desembarcó
cerca de Harfleur en 1415. Sin embargo,
la supuestamente gloriosa victoria que obtuvo en Agincourt poco
después resultó ser poco más que una desesperada
acción de retaguardia para cubrir su retirada.
Enrique regresó
con un nuevo ejército en 1417, encontrando esta vez mejor
suerte. Mientras se dedicaba a conquistar Normandía, fortaleza
por fortaleza, su reticente aliado, el duque de Borgoña,
sitió y se apoderó de París. Cuando el duque
fue asesinado en 1419, su sucesor decidió concertar una
alianza formal con Enrique. Este acuerdo llevó directamente
al tratado de Troyes, de 1420. Fue el segundo punto culminante,
al menos aparentemente, de la prolongada guerra.
Con arreglo
al tratado de Troyes, Enrique debía ser reconocido rey
legítimo de Francia cuando quedase vacante el trono por
la muerte de Carlos. Parecía que todo lo que le quedaba
por hacer a Enrique era completar la conquista de aquellas regiones
que todavía se resistían al avance de los ejércitos
ingleses. Una vez más, los sueños de Eduardo III
de crear un imperio que abarcara toda Francia e Inglaterra parecían
a punto de realizarse.

Pero Enrique
V murió unos meses antes que el incapaz Carlos, por lo
que el tratado de Troyes nunca entró en vigor. El pequeño
Enrique VI fue coronado rey tanto de Inglaterra como de Francia,
y los ejércitos ingleses prosiguieron la conquista del
norte y del sudoeste de Francia. Pronto resultó evidente
que, si lograban apoderarse de Orleans y cruzar el Loira, sería
militarmente imposible cortar su avance por el resto de Francia.

Pero fue precisamente
en Orleans, en 1429, donde el signo de la guerra cambió
finalmente en favor de Francia. Estando Orleans sometida al tenaz
asedio de los ingleses, apareció en escena la enigmática
figura de Juana de Arco. A la cabeza de los ejércitos franceses,
Juana levantó el asedio y convenció al Delfín,
hijo mayor del fallecido Carlos VI, para que se hiciera coronar
en Reims como rey Carlos VII de Francia. El país recobró
su aliento, porque otra vez tenía un rey, así como
un general victorioso. A partir de entonces, las posiciones inglesas
fueron deteriorándose continuamente; Borgoña se
sometió nuevamente a la casa real francesa en 1435, y París
fue por fin reconquistado al año siguiente.
Sólo
en 1449 Carlos se sintió lo suficientemente fuerte para
pasar a la ofensiva. Cuando lo hizo, reconquistó rápidamente
Maine y Normandía. Burdeos, la última plaza fuerte
inglesa en Aquitania, cayó finalmente a manos de los ejércitos
de Carlos en 1453. Eso significó el fin efectivo de la
presencia inglesa en Francia, por lo que la fecha es considerada
como el final del centenario conflicto.
Aparte de
confirmar a la dinastía Valois como casa reinante de Francia,
y de forzar a los Plantagenet a ser más "ingleses"
que antes, la guerra produjo otros efectos importantes a largo
plazo. La guerra se había desarrollado exclusivamente en
Francia, dejándola empobrecida y despoblada. El resurgimiento
francés, durante la guerra y después de ella, sólo
podría conseguirse bajo una administración central
fuerte, y toda Francia reconoció esta realidad.
Los reyes
de Francia, en aras de esa necesidad de contar con un gobierno
central fuerte, pronto llegaron a adquirir poderes que habrían
de desembocar en la monarquía absoluta de tres siglos después.
Antes de la guerra, Francia era un mosaico de ducados y condados
casi independientes, frecuentemente en conflicto unos con otros
o con el rey. Sus duques y condes, así como el pueblo,
tenían muy poca conciencia de ser "franceses".
Después de la guerra, apareció un embrionario sentido
de unidad nacional, bajo la bandera del rey de Francia y de todos
los franceses. El viejo estilo feudal había desaparecido
para siempre.
