Es en este
marco donde encaja el Canto Gregoriano, como fuente de inspiración
para la música eclesiástica occidental, sobre todo
en ciertas partes de la celebración eucarística,
como el Introito, el Ofertorio y la Comunión.
Son muy escasos
los ejemplos de cantos escritos que han llegado hasta nosotros
de los primeros siglos del cristianismo, pero hay que destacar
el Códice Alejandrino, un salterio del siglo V que
contiene trece de los cánticos empleados en el desarrollo
de la liturgia. En esas obras se recogen los textos, pero no la
forma de entonar los cantos, por lo que la aparición de
una rudimentaria forma de notación musical en Hispania
o en la Galia, durante el siglo IX, supuso un gran avance al respecto.
La
reforma carolingia
Entre los
años 680 y 730, con los primeros carolingios, se produjo
la refundición del repertorio romano existente en lo que
desde entonces pasó a conocerse como Canto Gregoriano,
en centros como Corbie, Metz o Sankt Gallen, y ello permitió
su rápida divulgación por el norte de Europa. Los
ritos anteriores eran, básicamente, el céltico,
el ambrosiano, el galicano y el mozárabe
o visigótico; todos ellos, diferentes al rito romano
tradicional, fueron desapareciendo paulatinamente tras la aparición
de la liturgia Gregoriana, aceptada definitivamente a finales
del siglo X.
Pipino el
Breve, padre de Carlomagno, fue consagrado como rey de los francos
por el papa Esteban II, quien se encontró con que en el
reino se practicaba un rito distinto del romano, el galicano.
Desde ese
momento, Roma empezó a formar chantres enviados desde la
Galia y a suministrar libros que permitiesen llevar a cabo la
reforma de la liturgia; las escuelas de Rouen y Metz
se convirtieron en centros fundamentales de enseñanza del
canto gregoriano. El repertorio inicialmente fue ampliado por
los carolingios con piezas nuevas, y llegaron a ser tan numerosas
que se vio pronto la necesidad de conservarlas por escrito, incluyendo
la melodía. Para conseguir esto último, aparecieron
unos signos aislados similares a acentos del lenguaje, los neumas;
para lograr una mejor representación de los sonidos, los
neumas se agrupaban o separaban en función del lugar exacto
en que se localizaba cada sonido.
Apogeo
del Canto Gregoriano
Este primer
esquema iba a experimentar importantes modificaciones en los siglos
posteriores, que se centran, básicamente, en cuatro puntos:
la introducción del pautado hacia 1050, la diferencia entre
las modalidades de ejecución, la generalización
del canto a varias voces, con la aparición de la polifonía,
y la imposición del compás regular.
En primer
lugar, durante el siglo XI quedaron establecidas las reglas que
iban a determinar la notación musical de una forma homogénea,
y los neumas se convertirían con el tiempo en lo que hoy
son notas musicales, mediante la indicación del tono y
la duración de cada sonido; para ello, se anotaban en un
tetragrama, antecedente del pentagrama actual.
La ejecución
pasó a ser de dos tipos: silábico, cuando cada sílaba
del texto se corresponde con una única nota, o melismático,
cuando cada sílaba es entonada por más de una nota
musical.
La polifonía
marcó un hito importante. Hasta el siglo IX, el canto era
exclusivamente monódico, es decir, con una sola melodía.
Mediante la polifonía, se combinan sonidos y melodías
distintas y simultáneas para cada nota musical. Un sencillo
ejemplo de ello es el canto conjunto de hombres y mujeres, que
combina voces agudas con graves. Finalmente, el compás
permitió mantener un equilibrio entre distintas voces superpuestas,
pues introducía un elemento de medida, imponiendo un ritmo
más o menos preciso.
El
declive y la situación actual
Dichas innovaciones
condujeron al Canto Gregoriano hacia una situación
de crisis que se vio agravada con el Renacimiento, mucho más
inclinado a recuperar las tradiciones de la antigüedad clásica.
Tras el Concilio de Trento, la Santa Sede decidió reformar
todo el canto litúrgico, encomendando inicialmente tal
misión a Giovanni Palestrina y Aníbal Zoilo en 1577,
pero en los siglos posteriores fueron desapareciendo poco a poco
los rasgos principales: eliminación de las melodías
en los manuscritos, supresión de los signos y desaparición
del viejo repertorio.
Sin embargo,
con la instalación de los benedictinos en la abadía
de Solesmes en 1835, se produjo su resurgimiento, reforzado
con la creación de una escuela para organistas y maestros
cantores laicos, gracias a Luís Nierdermeier en 1853. Poco
a poco, el Canto Gregoriano se ha ido recuperando y, desde la
citada abadía, se ha ido extendiendo a otras, como Silos,
Montserrat o María Laach, recuperándose
gran número de manuscritos de los siglos X al XIII. En
las abadías, el monje se identifica con la vida monástica
a través de la oración, recitada siempre según
el Canto Gregoriano, siete veces al día: maitines, laudes,
tercia, sexta, nona, vísperas y completas.
Huelga decir que en nuestros siglos
XX y XXI el Canto Gregoriano genera un gran interés, habiéndose
grabado multitud de discos. Muchos viajeros acuden a los monasterios
benedictinos (en España, un caso singular es el de Santo
Domingo de Silos) para disfrutar en directo de la bella y profunda
espiritualidad que emana de esta modalidad religiosa cristiana.
(Autor
del texto del artículo/colaborador de ARTEGUIAS: Javier
Bravo)