Origen
de los cantares de gesta
La épica fue la
expresión literaria genuina de la Edad Media. Se trataba
de una poesía popular por excelencia.
Ya
no se duda de que fue fruto de la creación colectiva y
de las sucesivas aportaciones rapsodas.
De esta manera, los cantares
de gesta y la epopeya constituyeron las primeras manifestaciones
poéticas en que se plasmó la personalidad incipiente
de las naciones de Occidente.
Este tipo de poesía
nació prácticamente con la caída del Imperio
romano de Occidente. Durante mucho tiempo se transmitió
por tradición oral, pues los primeros textos escritos conservados
datan de hacia el año 1000.
Por orden de recopilación,
destacan cuatro grandes poemas: el Beowulf, en las islas Británicas;
la Chanson de Roland (Canción de Rolando), en Francia;
el Cantar de Mió Cid, en España, y el Nibelungenlied
(Canción de los Nibelungos) en Alemania.
Todas estas obras tienen
puntos comunes. El principal es la exaltación de un héroe
nacional a quien se eleva al rango de arquetipo. Otro elemento
habitual es la alabanza de las virtudes guerreras: el denuedo
y el desprecio de la muerte, la disciplina y la fidelidad al caudillo
o el monarca, la austeridad en las costumbres, etc.
En las epopeyas francesa
y española es asimismo clara la afirmación de la
fe cristiana; en la inglesa, el nuevo credo aparece frecuentemente
mezclado con las antiguas creencias paganas de los bárbaros,
y la Canción de los Nibelungos se basa casi exclusivamente
en la mitología nórdica.
El
primero de los cantares de gesta: la Chanson de Roland
El manuscrito más
antiguo que se conoce, probablemente del año 1110, se encuentra
en la Biblioteca Bodleiana de Oxford. Es muy posible que existieran
redacciones anteriores y, según Ramón Menéndez
Pidal, hasta alguna traducción al castellano, ya en el
siglo X. El héroe de la obra es Rolando, uno de los Doce
Pares del emperador Carlomagno -entonces, rey de los francos-.
La base del asunto es
un hecho histórico: la fracasada campaña de Carlomagno
en España, adonde acudió en el año 778 en
ayuda de los musulmanes de Zaragoza y Barcelona, que se habían
rebelado contra la autoridad del califa Abderramán I de
Córdoba. No logró ponerse de acuerdo ni con los
mahometanos del reino de Aragón ni con los vascones de
Pamplona.
El monarca francés
emprendió el regreso a Francia, cruzando los Pirineos por
el puerto de Roncesvalles. Allí su retaguardia fue atacada
y exterminado por quienes no llegaron a ser sus aliados contra
Abderramán. Además, en la acción se perdió
el tesoro que transportaban.