Introducción a la Iglesia
medieval
La
Edad Media es un periodo inabarcable por definición. Bajo
el concepto "medieval" se cobijan más de los
mil años de historia que comprenden el paso de la Antigüedad
Tardía (313-800) a la Edad Moderna, cuyo arranque podemos
fijar en el siglo XV. Como es de imaginar, el Medievo integra
numerosos y trascendentes acontecimientos que contradicen la concepción
de estos siglos como insignificantes y oscuros en contraposición
al brillo renacentista.
En
todos estos hitos de la Edad Media, la Iglesia tendrá
un papel fundamental, ya sea la romana o su pars orientalis, es
decir, el Imperio Romano de Oriente (mal llamado Imperio Bizantino
o Bizancio a secas). La sociedad medieval se considera una proyección
de la voluntad de Dios, por ello, resulta una tarea extremadamente
ardua concebir la Edad Media sin la existencia de la Iglesia.
Los
orígenes del Pontificado (ca. 67-ca.535)
Con independencia
de las afirmaciones del origen del Papado que encuentran su fundamento
en el texto de San Mateo en el que Cristo señala a Pedro
como la piedra sobre la que construirá su Iglesia, históricamente,
los primeros documentos que hablan de alguna forma de la primacía
de los obispos de Roma nos lleva a finales del siglo I y, sobre
todo, a finales del siglo II.
San Pablo
visita a San Pedro en la Ciudad Eterna, a la que había
llegado en torno el año 56, en el que será el Primer
Concilio de la Historia. De entre los sucesores próximos
a San Pedro tras su martirio hacia el 67, es Clemente quien empieza
a dar una prueba de la primacía de Roma cuando los cristianos
de Corinto se dirigen a él para que se pronuncie sobre
una disputa. Ya durante el siglo II, San Ignacio de Antioquía
afirma la superioridad de la Urbs frente a las demás iglesias
cristianas. En el año 296 se utilizará por primera
vez la palabra Papa (derivada del griego pappa=padre), como referida
al obispo Marcelino. El Edicto de Tesalónica, en el año
380, dictado por Teodosio, convierte al Cristianismo en la religión
oficial del Estado.
La
formación de la Europa cristiana
Entre los
siglos II-VII se configurará el pensamiento, la sociedad,
la cultura y la moral cristiana con los axiomas de los Padres
de la Iglesia (Patrística). Entre las primeras herejías,
cabe destacar los gnosticismos y el arrianismo, creencia que anulaba
importantes aspectos de la divinidad y eternidad del Hijo y que
asumirá el pueblo visigodo durante cierto tiempo hasta
su definitiva conversión al Catolicismo Trinitario.
Ilustres personalidades,
como los intelectuales y teólogos San Agustín o
San Martín Dumio fijaron algunas líneas de actuación
cara a las masas populares todavía dominadas por afinidades
paganas. Parroquias de fundación episcopal e iglesias propias
erigidas por los grandes propietarios se encargan de ir ejerciendo
la labor pastoral.
El Edicto
de Tolerancia dado en Milán por Constantino en el año
313 abre una nueva época para el Cristianismo y, en particular,
para el Pontificado. La primacía romana es defendida ardorosamente
por algunos de los pontífices más relevantes de
los siglos IX y V, de entre los que destacan San Dámaso,
San León I y Gelasio I. A este último se le atribuye
la autoría de una carta que esclarece las relaciones que
durante la Edad Media mantendrían el poder imperial y el
pontifico mediante la teoría de las dos espadas: el Papa
ostenta la espada espiritual frente a la temporal del emperador,
estando llamadas a colaborar mutuamente por ser ambas de origen
divino. Ya el emperador Valentiniano III, en 445, afirmó
que el deber del emperador residía en la protección
de la fe cristiana.
La desaparición
del Imperio Rromano de Occidente afectó profundamente al
ejercicio del poder pontificio, que había conocido una
gran expansión al amparo de los últimos emperadores.
La fragmentación de Occidente bajo la influencia de distintos
jefes bárbaros supuso la radical pérdida de autonomía
de los papas, que fueron nombrados y depuestos al antojo del monarca
ostrogodo de turno. Por si fuera poco, las relaciones políticas
y eclesiásticas con Oriente se van complicando. En el Concilio
de Calcedonia, 451, sin negar la primacía romana, se le
da un gran reconocimiento al patriarca de Constantinopla.
Con la colaboración
de los poderes políticos, la Iglesia va anexionando las
poblaciones de una Europa cuyo mapa se va diseñando a la
par de su estructura diocesana y parroquial. La conversión
de los reyes bárbaros al Cristianismo Católico -Recaredo,
Clodoveo- conlleva el asentamiento y estabilización de
dos nuevos reinos cristianos tan importante como el galo-franco
y el hispano-visigodo. La vida social se liga a los sacramentos
-el bautismo, por ejemplo, se empieza a convertir en una carta
a la ciudadanía- y se van popularizando las vías
de piedad.
El
Papado y la dinastía carolingia
En el 739,
el pontífice Gregorio III promueve las negociaciones para
dar lugar a una alianza con Carlos Martel, un franco que une su
suerte y la de sus descendientes al Pontificado durante más
de un siglo cuando en el 732 derrote a los musulmanes en la Batalla
de Poitiers. Esta victoria ha sido interpretada como el fin de
la expansión islámica en Occidente.
Pipino, hijo
de Carlos Martel, pacta una nueva coronación solemne con
presencia pontificia que le legitime su ascenso al trono, a cambio
de que los francos intervengan contra los lombardos, una amenaza
que deja a Roma en tierra de nadie. La recuperación de
los Estados Pontificios, que abarcaban desde el sur de Venecia
al puerto de Ancona, se encarna con la entrega de las llaves de
los territorios reconquistados y su colocación sobre la
tumba de San Pedro en 756.
León
III, como otros papas que se erigen como mentores morales tras
la caída de la autoridad imperial romana desde el 476,
desempeña un importante papel en uno de los acontecimientos
políticos más importante del Medievo en Occidente:
la coronación imperial de Carlo Magno, hijo de Pipino,
en la Navidad del 800.
El "Renacimiento
Carolingio" supone el primer intento de unidad político-religiosa
de la cristiandad occidental. La exaltación, rayando en
la mitificación, de sus preocupaciones misionales y religiosas,
sus virtudes personales y sus victorias guerreras, llega a ensombrecer
la figura pontificia.
El siglo X
recibirá el nombre de Siglo de Hierro debido a que será
la época más negativa del Pontificado. El solio
apostólico es ocupado por hombre de poca altura intelectual
a pesar de la voluntad de Otón III (984-1002) de devolver
a Roma el prestigio de tiempos ya remotos, deseo que se ve frustrado
por su pronta muerte. Este declive durará hasta mediados
del XI, cuando comiencen a producirse los primeros síntomas
de voluntad reformadora.
La
época de las Reformas
El fenómeno
mediante el que el Pontificado alcanza su plenitud en el siglo
XII es conocido como "Reforma Gregoriana", ya que se
identifica con la figura del gran papa Gregorio VII, un antiguo
monje cluniacense, si bien se vio propiciada por monjes precedentes.
Será
este quien establezca un programa reformador -el Dictatus Papae-
que se centra en la supremacía del poder espiritual frente
al temporal. Durante su gobierno en el último tercio del
siglo XI, a vida eclesiástica experimentó un profundo
saneamiento.
La Proclama
de la Primera Cruzada en el Concilio de Clermont Ferrand por Urbano
II en 1095, evidencia que el Papa había alcanzado un poder
de convocatoria inaudito hasta entonces que hace que acudan a
su llamada príncipes y barones de todas las procedencias
para participar en la recuperación de los Santos Lugares.
Este mismo ardor es el que mueve a los impulsores de la Reconquista,
cuya aspiración es la de toda la Cristiandad. En el siglo
XI, la mayor parte de Europa continental era católica:
desde Rusia occidental y Bulgaria hasta España, norte de
la movediza frontera islámica.
Los monasterios: fundamentales motores de la
Iglesia medieval
La Iglesia
en los pimeros siglos de la Edad Media va a tener en las comunidades
cenobíticas o monasterios su principal motor religioso,
cultural y artistico. Los monasterios se encargaron de mantener
la pureza de la fe cristiana; cultivaron las letras, el canto,
la arquitectura, la escultura, la pintura, la orefbrería,
etc. Su relevante papel en la copia de manuscritos de temática
religiosa y profana es universlmente aceptada hasta por los historiadores
más críticos. Sin embargo, hizo falta un catalizador
para que el mundo monástico llegara a su plenitud: la unificación
bajo una misma regla. Este suceso acontecerá a partir del
siglo IX en el Imperio Carolingio cuando el monje Benito de Aniano
convence a los emperadores para que impulsen la unificación
del monacato franco bajo la Regla de San Benito. La Regula Sancti
Benedicti no era un modelo de organización monacal de nueva
aparición. Había sido escrita por Benito de Nursia
varios siglos antes, a comienzos del siglo VI d.C. en el corazón
de la Península Itálica, pero su difusión
por Europa sólo era parcial pues competía con otras
reglas monacales.
La renovación
y aceptación experimentadas por el monacato benedictino
entre los siglos X y XI, a través del movimiento cluniacense,
dotó a los pontífices de colaboradores procedentes
de esta orden, que se caracterizarán por su eficacia y
celo hacia sus obligaciones. De los medios monásticos surgieron
los principales autores de tratados y escritos de espiritualidad,
mística y moral o hagiográfica.
Al monacato
benedictino cluniacense le sucedió el movimiento del Císter,
también benedictino, pero más apegado al trabajo
y a la pobreza. Para ilustrar la inconmensurable trascendencia
que tuvo el ideal cistercense, impulsado por San Bernardo, basta
señalar que a su muerte en 1153 tenía la Orden 343
abadías. A mediados del siglo XIII, en su movimiento de
máxima expansión, contaba el Císter con unas
700 abadías masculinas y casi otros tantos establecimientos
de diversa índole en su rama femenina.
Dentro de
la ortodoxia, la voluntad de pureza origina entre la sociedad
no eclesiástica una tendencia a imitar la vida monástica
y el redescubrimiento del mensaje evangélico prístino
y cercano a Cristo.
La Iglesia medieval en una nueva sociedad urbana
El siglo XIII
amanece con tres cambios importantes en la actividad de la Iglesia
y su relación con la sociedad.
Por un lado,
tenemos el auge de la Escolástica (nacida y desarrollada
ya entre los siglos XI y XII), que con sus grandes figuras -Santo
Tomás de Aquino o su tutor San Alberto Magno- se configura
como la más sobresaliente expresión del impulso
cultural de Europa, así como la recuperación del
caudal cultural de la Antigüedad.
El segundo
factor de cambio de finales del siglo XII y sobre todo el XIII
es el aumento demográfico y el auge de las ciudades. Si
la sociedad rural de los siglos precedentes tuvo en los monasterios
y en el clero regular su principal factor vivificador, la sociedad
urbana bajomedieval va a conferir mayor influencia al clero secular,
especialmente a los obispos de las diócesis urbanas.
Fruto del
nuevo desarrollo urbano citado, va a surgir la necesidad de nuevas
congregaciones religiosas que vuelquen sus trabajos de enseñanza,
catequesis espiritual y también de atenciones humanas y
materiales a las gentes humildes de las ciudades. En este contexto
nacen las dos órdenes
mendicantes: los dominicos de Santo Domingo de Guzmán y
los franciscanos de San Francisco de Asís.
La
pugna de los poderes
A lo largo
del Medievo, los enfrentamientos entre el poder temporal y el
espiritual adquirirán una gran virulencia. En principio
será la Guerra de las Investiduras (1073 y 1122) la que
opondrá a soberanos alemanes como Enrique IV y papas de
la talla de Gregorio VII. El conflicto pasaría por múltiples
episodios de los más impactantes, como la excomunión
del emperador, la invasión de Italia, el nombramiento de
un antipapa de designación imperial y la consiguiente huida
de Gregorio VII al sur de la península. La solución
llegará con el Concordato de Worms en 1122, por el que
se estable la distinción entre investidura espiritual y
temporal para los obispos alemanes.
En 1152, accede
al trono imperial Federico I Barbarroja. El choque con Alejandro
III, debido a sus aspiraciones subyugadoras del poder papal, no
se hacen esperar. Con la ayuda de las ciudades que habían
formado la Liga Lombarda, el Papado vence al soberano en la batalla
de Legnano (1176).
Fue Inocencio
III (1198-1216) quien consiguió que la autoridad pontificia
fuera incuestionable. La deposición de Raimundo VI de Tolouse,
protector de los herejes cátaros, o la rectificación
del monarca inglés Juan Sin Tierra, que se reconoció
como vasallo de Roma, dan muestra de la apoteosis de la teocracia
pontificia que se había conseguido. En el 1215 se celebra
el IV Concilio de Letrán, hito que se convierte en una
referencia clave a la hora de establecer una solución canónica
a problemas de la más variada índole.
El siglo XIII
será la guerra abierta entre güelfos -partidarios
de la preeminencia Papal- y gibelinos -defensores del Emperador-.
Las luchas de Federico II de Alemania con una serie de papas marcaron
el punto álgido de las hostilidades entre los dos poderes.
Este choque llega a su punto álgido cuando se se produzca
contra las monarquías emergentes, como ocurrió con
Bonifacio VIII y el rey Felipe IV de Francia.
Como resultado
de esto, el más dramático del la estabilidad papal
ocurre en 1300: el desplazamiento de la sede pontificia de Roma
a Aviñón -y la consiguiente supeditación
de Clemente V al rey- durante buena parte del siglo XIV.
La solución
a esta anómala situación llegó desde el seno
de la propia Iglesia medieva de la mano de Santa Catalina de Siena
que logró una decisión histórica y muy conveniente
para la fe de los creyentes y para la paz de las naciones europeas
del momento: la del papa Gregorio XI de abandonar Avignón
y regresar a Roma en el año de 1377.
(Autores
del texto del artículo/colaboradora de ARTEGUIAS:
Mireia García Sanz y David de la Garma)