Pedro, así,
habría recibido poderes directamente de Cristo, convirtiéndose
en pastor y cabeza de la Iglesia ("Pedro, apacienta
a mis ovejas", San Juan, 21, 17-18).
Según
la Primera Epístola de Clemente (91 - 101) que fue dirigida
a la comunidad de cristianos de la ciudad griega de Corinto.
éste habría recibido, en Roma, del propio Pedro,
la consagración como papa.
Siguiendo
el principio romano de sucesión universal, todo papa
recibe del anterior la potestas ordinis, - que comprende
el cargo eclesiástico -, pero los poderes, las funciones
gubernamentales, la potestas jurisdictionis, la reciben
directamente de San Pedro, de manera que el Papa es un vices
Christi.
En su función
de pontífice y en virtud del principio jurídico
romano del derecho de sucesión, el Papa se equipara a
Pedro al tener la consortium potentiae, es decir, al
existir una asociación de poder entre Cristo y Pedro-papa:
Es Cristo quien ha dado a Pedro, y a sus sucesores, el poder
de atar y desatar en el Cielo y la Tierra, por lo cual es él
el auténtico pontífice, el intermediario entre
Dios y los hombres. Dios distribuye el poder, dándoselo
a Pedro que es piedra sobre la que se apoya la Iglesia, de manera
que la comunidad de creyentes no es la que da el poder al Papa,
sino que el Papa la recibe de Dios, siendo la comunidad la que
depende de él.
Por su parte,
durante el pontificado del Papa Alejandro I (109 - 116), San
Ignacio de Antioquia dirigió una epístola a la
Sede apostólica en la que se señala que Roma "está
puesta a la cabeza de la caridad", de lo que se dedujo
que a la sede romana le correspondía ser cabeza de la
Iglesia, si bien, será en tiempos de San Víctor
I (189 - 198), cuando quede sentado el principio de que, en
cuestión de fe y de costumbres, es a Roma a la que corresponde
resolver las cuestiones, llegando a excomulgar a las iglesias
de Asia Menor por seguir celebrando la Pascua de Resurrección
el 14 de Nissam, ignorando lo prescrito por el papa Aniceto
(155-166), respecto a las fechas de celebración de la
misma.
Inocencio
I (401 - 440), reivindicará para el obispo de Roma el
papel de árbitro en las disputas entre obispos, papel
preeminente que León Magno (440 - 492) logrará
consolidar, especialmente, tras disuadir a Atila de saquear
Roma. Tenemos, en definitiva, que a lo largo de la Antigüedad
tardía, la posición del Papado se ha ido reforzando,
tanto desde el punto de vista eclesial, como político.
Relaciones entre el Papado y el poder civil
Ya desde
los primeros tiempos, la literatura cristiana contemplaba la
existencia de dos poderes distintos, uno terreno, el emperador,
y otro supraterreno, el de Dios. Así, en una oración
por el poder civil del año 96, atribuida al Papa Clemente
I, se afirma que es Dios el que ha dado a los emperadores la
potestad del gobierno, que es el Señor quien otorga la
«dignidad, gloria y virtud sobre todas las cosas de la
tierra» y ruega dé a los cristianos «docilidad
para obedecer en tu Nombre, que es Santo y Todopoderoso, a nuestros
gobernantes y jefes sobre la tierra» Efectivamente,
los autores cristianos, basándose en la respuesta que
da Jesucristo a Pilatos, «no tendrías
ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado
de lo alto», van a concluir que el poder es concedido
por Dios; al fin y al cabo, si Dios es el máximo poder,
la Omnipotencia, resulta lógico pensar que el poder que
tiene el emperador no lo ha conseguido por sus exclusivos méritos,
sino por la voluntad de Dios, pues «no hay autoridad
sino bajo Dios; y las que hay, por Dios han sido establecidas»
(Rom. XIII, 1-7), por eso, «adoro solamente al Dios
verdadero y real, sabiendo que el emperador ha sido constituido
por Él» (Teófilo de Antioquía,
Ad Autolycum, II, 11)
Dado que
es Dios el que concede el poder, cualquier resistencia al mismo
es, en realidad, resistencia a la voluntad de Dios y por eso,
«todos han de estar sometidos a las autoridades superiores»
(Rom. XIII, 17) y aunque, «adoramos sólo a
Dios», «os servimos a vosotros alegres
en todo lo demás, reconociendo que sois reyes y príncipes
de los hombres y rogando al mismo tiempo que, juntamente con
el poder regio, recibáis inteligencia prudente»
(Justino, Primera Apología, XVII). Ahora bien,
los magistrados, los emperadores, son ministros de Dios para
el bien, de manera que «el emperador no es Dios, sino
un hombre constituido por Dios en su lugar» (Teófilo
de Antioquía, Ad Autolycum, II, 11) no
para ser reverenciado, sino para que «ejerza juicio
justo», « para que el Poder que de Ti les
vino lo ejerzan en paz y con mansedumbre y penetrados de tu
santo temor» (Clemente Romano a los Corintios,
60, 4; 61, 1-3). Por tanto, la dignidad imperial es un oficio,
un ministerio que se ejerce al servicio de la justicia de Dios:
Por eso, San Ambrosio, obispo de Milán, excomulgará
en 390 al propio emperador Teodosio, en lo que constituye una
de las más notorias y tempranas tensiones político-religiosas
entre poder pontificio y poder laico, de tantas como menudearán
a lo largo de la Edad Media, especialmente con los titulares
del Sacro Imperio Romano-Germánico.
La Teoría de los Dos Poderes o de las Dos Espadas
Un rey o
un emperador cristiano ejerce, como hemos mencionado, un oficio,
un ministerio, y por ello, la Iglesia, y más aún
el Papa, como auténtico vicario de Cristo en la tierra,
tiene derecho a intervenir, en caso de que el mismo no cumpla
con dicho ministerio.
Ahora bien,
Gelasio I (492 - 496) distingue entre potestas - que
ostentan los emperadores - y la auctoritas - que pertenece
a los papas -: El poder laico tiene poder para hacer, pero los
papas tienen autoridad moral para censurar las actuaciones de
los poderes laicos. Surge así la teoría de los
dos poderes o las dos espadas, por la cual, si bien la Iglesia
y el Papado obedecen las leyes promulgadas por el Emperador,
éste ha de respetar la autoridad del Papado en lo tocante
a cuestiones de orden religioso y moral - como por ejemplo,
el nombramiento de los obispos por parte del Papa, origen de
la conocida como Querella de las Investiduras -.
Así
lo pone de manifiesto en su carta al emperador Anastasio: «Hay
dos poderes que gobiernan el mundo: la autoridad sagrada de
los pontífices y la potestad regia. [..] Tú sabes,
mi muy clemente hijo, que si gobiernas al género humano
por tu dignidad, inclinas sin embargo la cabeza ante los prelados
en las cosas divinas [...], (has de) estar sometido al orden
religioso más que dirigirlo, [...] y si en todo lo que
concierne al orden público los prelados reconocen la
autoridad del imperio, - que, (no obstante), ha sido conferido
por una disposición sobrenatural, (es decir, por Dios)
-, y han de obedecer sus leyes [...], con más razón
debe(s) obedecer al prelado de esta sede (Roma) que la divinidad
suprema ha querido poner a la cabeza de todos los padres»
.
Los
Estados Pontificios
Ahora bien,
mantener la independencia del Papa respecto a los poderes laicos,
exigía también autonomía material y jurídica:
El Papa no podía ser súbdito de ningún
monarca, dado que era padre y árbitro de todos. Surge
así, supuestamente a finales del S. V, la "Leyenda
de San Silvestre" y la Donación de Constantino:
En un contexto en el que la doctrina gelasiana ganaba fuerza,
nace esta leyenda que relata la conversión de un Constantino
que, arrepentido de sus pecados, se arroja a los pies del papa
y se despoja de los emblemas imperiales, entregando al pontífice
lo que después será conocido como Estados Pontificios.
A fin de
asegurar las bases materiales de los Estados Pontificios, y
con ello, la autonomía respecto a los poderes laicos,
el Papado, especialmente desde Gregorio I Magno, preocupará
dotarse de tierras, especialmente a partir de donaciones voluntarias
de los fieles.
Será
también Gregorio I el que impulse la actividad misionera,
logrando con ello, constituir nuevas sedes episcopales, ligadas
directamente al pontífice y con capacidad para contrarrestar
a las sedes orientales, refractarias a aceptar la autoridad
romana. Así mismo, se preocupará de estrechar
lazos religiosos, políticos y jurisdiccionales de las
nacientes monarquías germánicas, especialmente
con los reyes francos, a fin de sacudirse la dependencia respecto
a los emperadores de Oriente, llegando los Papas a arrogarse
la potestad de coronar emperadores, en tanto en cuanto, según
la leyenda de San Silvestre, habría sido precisamente
el Papa, el que habría recogido las insignias imperiales
que Constantino arrojara.
(Autor
del texto del artículo/colaborador de ARTEGUIAS:
Jorge Martín Quintana)